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Ensayos 


El camino del Pentágono
por Meir Wigoder
(Página 5)

La posición asumida por los Estados Unidos frente al mundo puede detectarse fácilmente en su cine. El doble siniestro había dado por fin una nueva oportunidad a los estadounidenses para definirse a sí mismo en relación con el enemigo. Un crítico de cine israelí estuvo en lo correcto cuando comentó que gran parte de la temática de las películas estadounidenses depende de la definición maniquea de sus valores y cultura en relación con una amenaza exterior. (Por ejemplo, cuando los periódicos se refirieron al ataque sobre el WTC como Pearl Harbor 2, ¿estaban pensando en el acontecimiento histórico o en la reconstrucción cinematográfica que había salido apenas hace un año?) La Segunda Guerra Mundial y Corea fueron materia para películas que celebraban el heroísmo estadounidense. Sólo con Vietnam, al ir ganando fuerza el movimiento pacifista, se complicó esta dicotomía simplista del bien y el mal, y Hollywood sólo produjo una película sobre Vietnam con John Wayne. La caída del imperio comunista del mal convirtió a Estados Unidos en la única superpotencia y trajo como consecuencia que le fuera más difícil definirse frente a una amenaza externa.


La invasión de los Estados Unidos por parte de marcianos provenientes del espacio exterior se volvió un tema popular en las películas norteamericanas. En los noventa, un creciente número de películas utilizó el tema del terrorismo internacional para definir la vulnerabilidad de una sociedad frente a un enemigo que desconocía y que se le escapaba. En todas estas películas, la implicación que Estados Unidos era la única superpotencia significaba también que representaba al mundo entero, hecho que le permitió organizar una coalición y afirmar que el ataque del once de septiembre era una agresión en contra de todo el mundo libre.

En cuanto descendí de la banda mecanizada del aeropuerto busqué un tablero con información sobre los vuelos. Esto me recordó el placer que obtenía de niño, antes de que se inventaran los anuncios electrónicos, cuando escuchaba girar las placas metálicas con los nombres de las ciudades que tenían una luz roja al lado para indicar cuándo era tiempo de abordar. El sonido de esas pizarras giratorias traía consigo la promesa de un universo entero que se abría frente a un niño si tan sólo pudiera decidir a qué destino viajar. Acababa de pasar por un anuncio que decía "Dublín", y había escuchado el dulce acento irlandés de los pasajeros en la sala de espera, preguntándome qué experiencias y recuerdos estarían llevándose de Nueva York. Después pasé por una sala con el siguiente letrero: "América". Me sentí genuinamente sorprendido. ¿Existía tal destino? ¿Era una ciudad? ¿Un lugar fuera de este país que tenía el mismo nombre? ¿Podía un estadounidense viajar a América sin dejarla?

Después me di cuenta de que había otros letreros que tenían la palabra "América" en letras pequeñas. Se veían tan frágiles en medio del oscuro tablero que los enmarcaba, recordándome los letreros de neón de algunas iglesias y funerarias de los pequeños pueblos de Estados Unidos. Pero había algo mucho más misterioso y triste en esas pequeñas letras rojas que formaban la palabra "América": todas estaban junto a ventanillas sin nombre y televisores colocados frente a hileras de asientos vacíos, generando una sentimiento de melancolía como el que nos invade cuando visitamos un complejo turístico fuera de la estación turística. Un rastro del sentimiento y la quietud que rodeaban a la zona de impacto me invadió. Levanté la mirada hacia un monitor para buscar más información sobre mi vuelo. Pero tratándose en realidad de un televisor, vi un pequeño avión volando por los aires, parecido al diminuto icono que representa al avión en los monitores durante el vuelo. Volaba entre las congestionadas puntas de los rascacielos, impactándose por enésima vez en el WTC, y yo que pensaba que había visto el fin de esta imagen al dejar Manhattan. Estaba sorprendido, aún más de lo que lo estuve cuando las torres gemelas se colapsaron frente a mis ojos. Rápidamente alejé la vista del televisor y mi mirada se posó en el tablero electrónico, colocado sobre la ventanilla de la aerolínea, mientras que las letras cambiaban en perfecta armonía para formar por primera vez una oración completa: "DIOS BENDIGA AMÉRICA".

Las palabras no pudieron proclamar su mensaje vacío, ya que su silencio sólo reforzó el sentimiento de desolación y tristeza en los pasillos casi vacíos del recién reabierto aeropuerto, que había conocido mejores días con el ajetreo de pasos seguros y agresivos corriendo para hacer conexiones a varios lugares del país y del extranjero. Sólo quedaban fantasmas en forma de tableros electrónicos, ventanillas, asientos, televisores que mostraban otra vez el acontecimiento que había despertado al gigante de su sueño y de su fantasía de ser intocable. Un país que sólo había luchado en el extranjero y no había sufrido invasiones, había sido infiltrado por sus propios aviones, por pilotos entrenados allí mismo, desde dentro, debajo de sus narices, debajo de la cintura, en donde más le dolía; en el símbolo del poder masculino y la virilidad, sólo para que los secuestradores, que estaban dispuestos a morir y a matar a cualquiera que intentara detenerlos, se burlasen por completo del sueño americano de estar completamente a salvo de los extranjeros gracias a un escudo contra misiles balísticos.


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