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Ensayos 


El camino del Pentágono
por Meir Wigoder
(Página 3)

El día que quiero describir aquí no es el 11 de septiembre, sino el último día que estuve en Nueva York buscando una aerolínea que me sacará de esta ciudad sitiada -sus puentes, túneles y aeropuertos se mantuvieron cerrados por algunos días. Fui a las oficinas de una línea aérea, caminando de la Calle 58 y la avenida Columbus a la Calle 42 y Times Square. Las calles casi desiertas permitían que la gente caminara en medio de la calle por breves periodos y disfrutara de una perspectiva de la ciudad, principalmente de Times Square, que nunca antes habían tenido. Además de todos los anuncios electrónicas que mostraban la bandera estadounidense en una nueva exhibición de patriotismo, había una bandera estadounidense izada a media asta sobre una base improvisada frente a las oficinas de las Fuerzas Armadas estadounidenses en el centro de Times Square -la bandera parecía una extraña premonición de la muerte de los soldados que tomarían parte en la cruzada para librar al mundo del terrorismo efectuada en represalia. Los letreros de neón, los encabezados intermitentes en las enormes pantallas planas de los televisores y los títulos de las obras de teatro creaban una aldea global en miniatura que ahora rodeaba la humilde bandera estadounidense en el centro de la plaza.

Una imagen en particular me persiguió. De hecho, desde el momento en que llegué a Nueva York me había llamado la atención. Los enormes anuncios para la miniserie épica de Spielberg, "Band of Brothers", estaban tapizando las calles de la ciudad cual coro griego presagiando el desastre: los soldados estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial retratados en el cartel comenzaban a parecerse mucho a la forma romántica en que se estaba fotografiando a los bomberos, en ambos casos se enfatizaba el estereotipo de la camaradería masculina nacida en situaciones difíciles en las que es permisible el contacto físico y exhibir las emociones. Los textos que adornaban esos anuncios bien podrían servir como títulos para futuros carteles de las películas sobre este desastre. En uno de ellos se leía: "Hombres comunes, tiempos extraordinarios", mientras que otro era aún más apropiado para la ocasión, ya que mostraba soldados ayudándose unos a otros en un lodoso campo de batalla y el texto rezaba: "¿Acaso fui un héroe? No. Pero serví en una compañía de héroes".

Por último, después de conseguir un boleto y de haber tenido cinco horas para empacar y llegar al aeropuerto para tomar el avión esa misma noche, me subí a un autobús rumbo al aeropuerto de Newark. Una vez que el autobús hubo pasado por el túnel, mostrándonos Manhattan a lo lejos, rodeada por agua y puentes, visible a través de un bosque de anuncios espectaculares y el gran tiradero que siempre ha servido como fascinante primer plano de la vista de la ciudad, comencé a preguntarme si era también el cambio de escala de la ciudad lo que hacía que mis memorias del acontecimiento se fueran desvaneciendo. Entrar al aeropuerto y pasar por las estrictas medidas de seguridad, terminó por sellar este sentimiento de separación y me introdujo al nuevo vacío de la sala de espera del aeropuerto. Poco consuelo había en pararse sobre la banda mecánica, a parte de disfrutar la sensación de movimiento que hacía que el mundo pareciera estar avanzando hacia nosotros sin esfuerzo, en contraposición al acto de caminar que enfatiza nuestro empeño por llegar a nuestro destino. Siempre había tenido la sensación de que el verdadero propósito de la banda mecánica era permitirnos un placentero momento de distracción: pasé por la ventanilla de Continental, junto a las cuales había una pantalla de televisión en donde CNN estaba anunciando la intención del presidente George Bush de consolidar una coalición con sus socios europeos. Del otro lado, bañadas en una luz mucha más cálida, las señales de vida habían regresado a la cobertura televisiva por la reanudación de los juegos de baseball. Los equipos de baseball sostenían una gigantesca bandera americana en el terreno de juego del estadio, como si se tratara del ensayo general de la ceremonia conmemorativa que tendría lugar en el estadio de los Yanquis una semana más tarde y a la cual asistirían más de 10,000 personas. (Esas ceremonias me recordaron que en los Estados Unidos todo tiene que hacerse a una escala gigantesca: desde el bocadillo demasiado grande para caber en boca, hasta las tazas de café tan grandes que se necesitan ambas manos para sostenerlas.) Era imposible pedirles a los estadounidenses que la tragedia tuviera una escala menor a la de las torres gemelas, otra cosa simplemente no correspondería a su manera de ser. Se tenía que disminuir la realidad con el artificio del espectáculo y cada acontecimiento tenía que eclipsar al anterior. (Un amigo que es artista comentó que el siniestro del WTC sería el último acto de terror en el mundo porque ya nada podría superarlo).


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