Hansel y Gretel en versión Kodacolor PDF
Escrito por Nadia Villafuerte   

 

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Sería relativamente sencillo referirse a La casita de turrón recurriendo a la común idea del viaje emocional que significa toda inmersión en el pasado familiar aunque, por otra parte, es la presencia sutil de las ideas comunes las que logran que el trabajo de un autor posea frescura a la hora de abordar el tema de la vuelta a casa, del recuento de aquellos miembros de un clan que extrañan el mismo sitio imaginario.

 

Lo que se ve en primera instancia como una propuesta llena de melancolía, sensibilidad y excentricidad -la puesta en escena de dos chicos en esa edad límbica en la que ya no son niños pero tampoco adolescentes; los momentos cotidianos en donde parece mezclarse la angustia vital y el desconcierto de ambos frente a lo que simboliza crecer-, tiene su origen en una lectura -quiérase o no freudiana- del autor: remitiéndose al cuento de hadas, acaso la primera fuente en la que todo niño aprende a leer sus emociones, Roberto Tondopó encontró la mejor manera de explicar ese tránsito en los sujetos retratados: el de la niñez a la pubertad, la pubertad a la adolescencia, la adolescencia a la madurez.

 

La casita de turrón, original de los hermanos Grimm, le sirve al fotógrafo para recrear el espacio y la búsqueda de identidad de esos dos chicos que le importan no sólo porque sus respectivas edades le recuerdan una época personal extraviada pero deseosa de recuperarse, sino y sobre todo porque son sus sobrinos. Serán ellos quienes tendrán que emprender un viaje de regreso a casa que los llevará a enfrentar las adversidades, colaborar entre sí para salvarse, entender sus impulsos incontrolables por destruir aquello que les da cobijo.

 

En estas fotos el pasado espía por sobre el hombro del presente, y al revés. Por eso la infancia y la adolescencia de Andrea y Ángel, período al cual han ingresado con notorios cambios corporales, se convierte en un puente autobiográfico: ese flashback lleva al fotógrafo a indagar quién fue, cómo era la escenografía que lo rodeaba en aquel entonces, cuál el soundtrack que quizá escuchó mientras crecía aturdido y nostálgico, caótico y en estado de perplejidad.

 

Así como el amor sólo existe cuando ya ocurrió y no en el ahora, como uno supone, el reconocimiento de nuestro rostro lleno de huecos sólo puede entenderse en retrospectiva. Eso explica por qué algunas de las fotografías de esta serie están rodeadas de objetos que sugieren haber permanecido intactos sin ser precisamente los mismos: la piñata es otra pero semejante al rompimiento de la infancia. La atmósfera, el rito de la fiesta, el recuerdo y el eco de su primera intensidad, esa gama cromática, hacen que los objetos emerjan del fondo de la memoria a la superficie, para mantenerse suspendidos en el tiempo.

 

La coincidencia de las edades de los sobrinos, con aquellas que muestran al autor y sus hermanos en las fotografías de su álbum familiar, explica también por qué hay “algo” del propio fotógrafo latiendo en los personajes que explora. Roberto Tondopó ve los muchos rostros que han edificado el suyo, mediante el árbol genealógico de las facciones, a través de las historias familiares que se mantienen vivas en cada reacción gestual y circunstancia del presente. Por eso algunas de las fotografías parecen tomadas de antaño, hay una confección casera, vintage, que recupera la práctica de la fotografía espontánea, momentos Kodak que se permiten crear la ficción en el álbum familiar.

 

De hecho, puede decirse que en los últimos años, ha cobrado un inusitado interés el cariz retro: se ha puesto de moda el pasado, como una forma de admitir que lo nuevo siempre será lo antiguo. La casita de turrón, aunque responde a este tipo de búsqueda, posee otros elementos, algunos de ellos perturbadores, al colocar la luz sobre la densidad enclaustrada del entorno doméstico y sus significados ocultos, al poner énfasis en las emociones y sensaciones que se creían perdidas pero laten como vestigios silenciosos en el presente.

 

El microcosmos que retrata no es sólo un recuento nostálgico, no se explica sólo en función de su deseo por reinventar los clichés del ayer: varias escenas desprovistas del ancla pasado-presente, poseen la fuerza de los actos narrativos abiertos, en donde la imagen insinúa que una historia está por suceder o ya ha acontecido.  Y es en este plano cuando los protagonistas de la serie -Andrea y Ángel- potencian la cualidad de ficción que hay en las fotos: frágiles, perturbados y temperamentales, despliegan su estupor de manera dramática y divertida, juegan a algo oscuro y pertinaz, hacen resaltar la belleza de su edad mediante la indolencia con la que se mueven, embriagan el ambiente de caos, irradian salud y maldad, son leves como el aire y surrealistas como un sueño y expresan, en fin, la arrolladora energía de su cuerpo pero también el desequilibrio que supone estar en esa edad donde no está definido nada. A ellos les toca descubrir lo extraordinario en lo ordinario, el matiz siniestro y las verdades ocultas que, ya sabemos, hay en los lazos familiares.

 

Documento de la estética y de la herencia, de la memoria y de la ficción, La casita de turrón despliega imágenes de fuerza narrativa donde se advierte el gusto del fotógrafo por los detalles sutiles, por lo intencionado y lo fortuito, por la sucesión constante de situaciones que van de la extravagancia a la melancolía, la comicidad y el desconcierto: formas de ver, en tono agridulce, ese inevitable camino hacia la madurez que conlleva abandonar para siempre a Hansel y Gretel negándose a crecer, a punto de abandonar la casa para descubrir por sí mismos que hay un instante en la vida en donde ya no hay retorno, aunque precisamente ése sea el instante que hay que alcanzar, como decía Kafka, porque de otro modo no hay pretextos para emprender el regreso.

 
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