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Fotografías de Raúl Ortega

Texto de Elena Poniatowska

 

Aprender a no fotografiar fue una de las enseñanzas que Raúl Ortega sacó de los indígenas. Le impidieron usar la cámara. “Viajé mucho, negocié intermi- nablemente y, en ocasiones, no me dejaron tomar fotografías. A veces podía ser testigo, a veces ni eso”. Raúl se desesperó. Veía hechos que lo emociona- ban, pero tenía prohibido sacar la cámara. Era muy desmoralizador. Una parte del corazón de Raúl se puso muy contenta de estar ahí pero otra se encogió porque, al final de cuentas, las imágenes son la cosecha del fotógrafo y difícil- mente se repiten.

¿La renuncia hace crecer? ¿Aprende uno más de la derrota que del triunfo? ¿Una pausa en el camino resulta benéfica? ¿Convivir sin querer sacarle raja a nadie, sin juzgar a partir de los propios parámetros puede ser la clave para lograr un mejor trabajo? En el caso de Raúl Ortega, sí. Al dejar de tomar fotografías, Raúl construyó su espíritu, el aprendizaje lo fortaleció, adquirió una nueva forma de ser, un enriquecimiento.

Entrar en contacto con la intimidad de los tzeltales, los tzotziles, los tojolabales, los choles, los zoques sin pedirles nada, sólo su cercanía, lo hizo desarrollar una tolerancia, una capacidad de reflexión que no sabía que tenía. Antes, él se moría antes de dejar que se le fuera una foto. Ahora se le iban todas y aunque se mordía los labios de rabia, aprendió a esperar.

Lo primero que vio fue la miseria, una miseria de siglos. Muy pronto entendió el porqué del rechazo y de la desconfianza. ¿Por qué iban a dar su rostro si a ellos se lo habían quitado? ¿Qué expresión podían mostrarle a la cámara que no fuera la de los estragos causados por siglos de vejaciones y malos tratos?

 

 
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