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Fotógrafos Yolanda Andrade, Patricia Aridjis, Adrián Bodek, Marco Antonio Cruz, Maya Goded, Rafael López Castro, Eniac Martínez, Francisco Mata, Pedro Meyer, Raúl Ortega, Saúl Serrano, Enrique Villaseñor

Texto de Elizabeth Romero


“Entré a la capilla, me arrodillé ante la Virgen de Guadalupe y, de inmediato, mi corazón se convirtió en un pájaro de fuego que quería salir y volar hacia ella; entonces empecé a llorar como nunca y ella me dijo ‘Cálmate, respira, yo estoy muy orgullosa y contenta contigo’ y eso es impresionante.” Habla Carlos Santana, después de visitar Autlán, Jalisco, su pueblo natal, en diciembre de 1999.

Ya había obtenido un premio Billboard y meses más tarde obtendría varios premios Grammy tanto por la canción “Corazón espinado” como por el álbum Supernatural. Gracias a la fama del músico, una declaración así puede ser tomada en cuenta y ser difundida por todo el mundo. Algunos incrédulos pueden dudar; otros pueden pensar que se trata simplemente de una excentricidad de la estrella de rock, pero para muchas personas esta experiencia es real. Un creyente habla con su dios, se arrodilla, pide algo y ofrece algo a cambio. Pide salud, pide protección, pide amparo y ofrece una oración, una acción, un cambio de conducta.

El creyente cree que gracias a la bondad de su dios y a las oraciones que le ha ofrecido las cosas cambian: el enfermo sana, el problema se resuelve, la paz llega.

En México —el país y la gente— existe un culto que por sus características, su permanencia y su extensión destaca en el mundo católico. Más allá de lo religioso, la Virgen de Guadalupe tiene significados sociales y políticos que incluyen conceptos de raza, territorio, nación, identidad, idiosincrasia.

Cuando Santana afirma “Mi corazón se convirtió en un pájaro de fuego que quería salir y volar hacia ella” expresa lo que millones de mexicanos quisieran decir, pero no alcanzan a verbalizar: las lágrimas los traicionan, lloran los ancianos y los niños, y hombres y mujeres que llegan al altar a adorar a Nuestra Madre. Los peregrinos no lloran de fatiga y han caminado cientos de kilómetros, no lloran de hambre y frío y han sufrido heladas y han carecido de alimento, no lloran de dolor y sus vidas han sido un eterno padecimiento. No.

Lloran por otra cosa, lloran por algo que no entienden, lloran porque están frente a la Virgen y un algo inexplicable sucede: algo muy dulce parece calmar el corazón, algo muy sereno hace sentir paz, al mismo tiempo se siente humildad y poderío. Frente a la Virgen de Guadalupe sabemos que somos pequeños —una criatura entre millones— y sabemos que somos grandes —un ser humano con todas las capacidades— por el sólo hecho de reconocernos hijos de una Madre que alimenta, cuida, protege, escucha.

¿Cómo explicar que millones de personas asistan a la Villa de Guadalupe cada año en el mes de diciembre? ¿Cómo entender que la primera bandera de México haya sido un estandarte de la Virgen de Guadalupe? ¿Cómo omitir la importancia de que el segundo templo católico de mayor ingreso por concepto de limosnas sea la Basílica.

 

 
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