La autoficción de David Miklos PDF
Escrito por David Miklos   

 

 

¿Qué es un recuerdo, algo que uno tiene o algo que uno ha perdido?

 

Las palabras anteriores las dice la voz en off de Marion Post, personaje encarnado por Gena Rowlands y que protagoniza Another Woman, mi película favorita y en la que Woody Allen le rinde un gran homenaje a Ingmar Bergman y sus Fresas silvestres. En ambos filmes, sus personajes principales recapitulan sobre su vida, con el segundero del reloj muy cercano a su último tac.

 

En algún momento de la película de Allen, Marion explora una caja con recuerdos de su madre: fotografías, libros. Las imágenes se animan en su memoria. Y el libro, un poemario de Rainer Maria Rilke, le ofrece una página en la que descubre una lágrima de su madre, reseca y preservada en el papel, al final del poema titulado “Torso Arcaico de Apolo”: “Porque no hay aquí ni un lugar que no te pueda ver. Debes cambiar tu vida.”

Cuento lo anterior porque siento que tiene mucho que ver con mi relación con la escritura, es decir, con el modo y el motivo que animan mi pluma o mis dedos sobre el teclado cuando uno una frase con otra. Me atrevo a decir que todo lo que he escrito encuentra su sino en una fotografía, un retrato que no puede ser otra cosa que la piedra angular de mi existencia.

 

Me cito. A continuación, les leeré unas palabras de La piel muerta, mi primera novela publicada, y les pediré que se imaginen el retrato allí descrito:

 

Miro la fotografía, la única.

 

Al centro de la imagen, la cabeza de un bebé dormido, envuelto por una frazada a rayas color pastel: azul, blanco, amarillo, blanco, rosa, blanco, de nuevo azul. Una mano descubre la cara, el perfil. Puede verse el ojo cerrado, el párpado abultado, la nariz ínfima, la frente amplia, la sien cubierta por una pelusa traslúcida, un fragmento de oreja apenas. Sobre la cabeza, una ventana, el descampado más allá de la imagen. Un haz de luz ilumina la cabeza del bebé y buena parte de la frazada. Allí se posa, inevitable, la mirada del espectador y, antes, la del fotógrafo, en este caso un billetero de tren, no tu padre. El resto de la imagen, oculto en la penumbra, protegido por un velo de sombra. La mano que descubre la mano del bebé, mi mano, es la mano de una mujer. En la esquina superior izquierda del retrato puede verse una porción de su cara, mi cara, apenas encendida por el reflejo de la luz que ilumina al bebé, tú. Se distingue una sonrisa amplia, mi sonrisa realizada, y de la sonrisa se desprende un gesto que sólo puede ser descrito como pleno. Un ojo, mi ojo, oculto bajo el armazón de unas gafas de pasta negra. La mujer lleva puesto un suéter de lana clara, el cuello alto. En la esquina inferior derecha se asoma uno de sus muslos, mi muslo, y un trozo de falda plisada. La disposición de los elementos que integran la imagen –la cabeza iluminada del bebé, la sonrisa plena de la mujer ensombrecida, la idea del descampado al otro lado de la ventana– invitan a pensar que el tren viaja de norte a sur y de este a oeste. Un observador atento dirá, con razón, que el bebé nació hace apenas unos días, una semana acaso. La mujer, yo, hará un par de décadas.

Luego está lo que la luz no revela.

 

Esa fotografía existe, si bien no fue tomada a bordo de un tren: el retrato lo hizo mi padre en la cabina de un avión que nos traía de San Antonio, Texas, a la ciudad de México. Era mi primer viaje, así que no era un viaje de ida. Ni tampoco se trataba de un viaje de regreso (aunque sí lo era para mis padres). Era, sin más, un viaje iniciático. Un traslado que daba comienzo a una existencia: la mía como hijo de mis padres. Soy adoptado. Mi madre nunca estuvo embarazada de mí. Pero, como digo en el texto recién leído, luego está lo que la luz no revela.

 

Si la imagen que describo con lujo de detalles en mi primera novela tiene tanto peso para mí es porque representa, de manera tanto real como metafórica, un embarazo. La cabina de ese avión en el que mis padres y yo viajamos es, en realidad, un útero. Y apenas la nave aterrice y salgamos de ella, seré dado a luz. ¿Cómo no hacer de todo lo anterior un motivo literario, cómo no convertirlo en literatura, cómo no narrarlo ni revelarlo como el parteaguas de una existencia, la mía?

La voz, la que narra y describe ese retrato es la voz de una madre. La madre moribunda que le da sentido a La piel muerta y a la que su hijo visita y acompaña a lo largo de sus últimos días, en lo que se convierte en una larga serie de jornadas de evocación y silencio.

¿Quién soy?

 

¿De dónde vengo?

 

Las preguntas anteriores son una especie de negativo en espera de ser revelado y devuelto a su carácter positivo, evidente. Sin embargo, luego de tomar un retrato, de vaciar la entraña de la cámara, de procesarla en el cuarto oscuro y de convertirla en una imagen impresa, vívida, ha transcurrido el tiempo y nuestros ojos ya son otros ante la luz revelada.

 

¿Qué es lo que la luz no revela?, pregunto ahora.

 

Y no digo mucho más.

 

Que las palabras anteriores sirvan para abrir boca y dar pie a un diálogo entre un fotógrafo, un escritor y ustedes, todos aquí reunidos.

 

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